Tristeza envejece pero no muere, cada tanto agoniza y recupera fuerza con el desprecio y la soledad. Cuando se mira en el espejo, a veces, aparece en un túnel la secuencia nefasta de su infancia. Iba a la escuela con vestidos oscuros y peinados horrendos, nada se podía hacer para iluminarla. Sus ojeras eran tan intensas que parecían cucos violetas y su pelo era rebelde y gritón adornando de manera patética su corta estatura.
Yo era amiga de Tristeza, nos sentábamos juntas en el colegio y nos gustaba leer el “billiken” a escondidas con una taza gigante de chocolatada. La plaza nunca era tan atractiva como aquellas novelitas con olor a viejo y papel amarillento. Sobre todo, porque compartíamos esa incapacidad para coordinar los pedales y la bici se convertía en un juego peligroso. O quizá sólo teníamos mucho miedo.
Tristeza creció y nos distanciamos, nunca del todo, nuestra amistad parece superar los embates del tiempo y el destino. Y aunque no nos digamos nada, las dos sabemos lo que pasa. Ella está muy enferma, ya no merece sufrir en el recuerdo, merece desparecer (morir) dignamente junta a las bellas piezas que alguna vez escribió y se adelantó a enterrar como presagio de su destino. Pero es caprichosa y fuerte a la vez, resiste, resiste aún teniendo poca convicción de que valga la pena vivir entre penumbras y llanto. Resiste entre sus rulos rebeldes, sus ojeras intensas y sus piernas cortas, resiste sin saber por qué, resiste haciendo fuerza para tener sentido. Por qué las cosas qué ve se transforman según los espejos, y a veces no logro hacerla entender que hay espejos que es mejor romper. Qué la mala suerte no existe sino malos fabricantes de espejos.
15 oct 2010
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